No se había ido y ya lo extrañaba.
La calidez de sus pequeñas manos y la brillantez de sus pupilas las sentían lejanas.
Mi corazón se arrugaba y mis ojos se encharcaban cada vez que la angustia creada, anidaba en mí. Moría lentamente con su despreocupada partida, sentía como algo dentro de mí se dañaba sin que me doliera físicamente.
No debería darle cuna a esos sentimientos degradantes, decían. Pero esas voces eran ajenas a mi sentir de padre.
Eran las primeras vacaciones de verano que él estaría sin nosotros. A sus escasos once años ya se encontraba realizando periplos que yo mismo me hubiera tardado seis años más en cumplir, y en mi tiempo no fue por vacaciones y tampoco por gusto propio.
Su seguridad envidiable me deja saber que estábamos realizando una buena labor como padres.
Al escuchar su categórica respuesta a nuestra dudosa pregunta dejó manifiesta su personalidad de líder, soñador y aventurero.
Ya el niño estaba creciendo, una realidad a gritos que nos resistíamos a escuchar.
Cruzar esas fronteras aéreas no era fácil para muchos adultos y él ya estaba en camino de romper paradigmas, eso era admirable en mi familia, nunca nadie se había atrevido a tanto.
Mis miedos tenía que tragármelos, yo era el pilar de mi esposa y ella era solo un puñado de lágrimas hecho mujer. Mi hijo con su partida se le llevaba el alma y me dejaba lo que sobraba.
El egoísmo de sentirnos bien al lado de él no iba a impedir que pasara unas vacaciones soñadas por nosotros.
Sus ansias de vivir, de compartir con su otro lado de la familia, de comer cosas nuevas y de divertirse con otros pares me obligaban a ser fuerte y corregir mis debilidades.
Mi niño interior deseó ser él, pero yo fui yo. Nunca nadie quiso ser yo.